What the Internet is doing with our brains

Superficiales, ¿o simplemente diferentes?

Hace 7 años que hago el mismo ejercicio cada verano: mi primer día de vacaciones apago el móvil, y no lo vuelvo a encender hasta mi regreso (¡tampoco me permito buscar ordenadores conectados para compensar la falta de sociabilidad!). Lo hago para desconectar y poder concentrarme en el nuevo entorno (aunque no haya cambiado de ciudad), sin interferencias. Sin embargo, este año la práctica me ha resultado un poco más dura que de costumbre.  Puede que haya sido por la proliferación de Wi-Fis gratuitas y porque es el primer año que me he ido de vacaciones con un iPhone y un Samsung Galaxy… y una visión muy particular de Nicholas Carr en tapa blanda.

¿Sabes cuántos mensajes de WhatsApp lees al día? ¿Y cuántos escribes? A finales de agosto, la compañía reportó la cifra de más de 10.000 millones de mensajes entregados al día –multiplicando por 10 el número que había dado en octubre de 2011. Alguno sería tuyo, ¿no? ¿Y qué me dices de los tuits? Ni que sólo seas un oyente y sigas a gente para saber lo que dicen, seguro  que alguno de los 340 millones de tuits al día que Twitter anunciaba hace unas semanas llega a tu cuenta. ¿Y qué pasa con los correos electrónicos? Aunque hayas cambiado el parpadeo rojo de RIM por las notificaciones en la pantalla principal del iPhone, ¿eres capaz de resistir la tentación de no leerlos, aun sabiendo que están esperando ser abiertos y que pueden ser urgentes?

Desde luego, hay muchos estudios que sostienen que los medios sociales generan verdaderas adicciones –hasta existe un índice para detectar la adicción a Facebook, pero este no es el objetivo del libro de Nicholas Carr, Superficiales, o en inglés, The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains. El controvertido pensador, que también pasó por un periodo de aislamiento voluntario (con la misma sintomatología de cualquier otro adicto, entre los que no tengo problema en incluirme) para escribir su ensayo[9], analiza el impacto de Internet y la conectividad (social) permanente en la estructura de nuestra mente, la cual, según describe, no es estática, sino plástica, por lo que el mapa neuronal (esto es, nuestras más de 100.000 millones de neuronas y sus consiguientes conexiones) se adapta al entorno en el que vivimos –según el propio Carr, “nos convertimos, neurológicamente, en lo que pensamos”.

No es la primera aproximación de Carr al tema. En 2008 publicó ya el germen del libro en el artículo de la revista The Atlantic, Is Google making us stupid.  En el mismo, expone mediante algunos ejemplos el efecto del “recableado mental” que genera la navegación por Internet, la metamorfosis de submarinista a surfista, debido a los hipervínculos. Y  como máximo impulsor de este cambio señala a Google y su foco (cuasi obsesivo) en la eficiencia, así como en la medición científica del intercambio y la accesibilidad de la información –esta idea la retomará en el capítulo sobre La Iglesia de Google, donde describe con más detenimiento la analogía entre el Taylorismo de finales del siglo XIX y la esencia de la empresa californiana.

Pero ¿quién es Nicholas Carr? Sus detractores le acusan de tener una visión muy parcial del mundo de las tecnologías de la información –al fin y al cabo, saltó a la fama en 2003 con su controvertido artículo (y posterior libro) sobre el tema en la Harvard Business Review, donde, en pocas palabras, explicaba el ocaso del valor del sector. Cual contertuliano ibérico, ha mantenido su perfil polémico, extendiendo el interés de sus publicaciones  hasta lo más esencial del ser humano, esto es, el pensamiento.

Manteniéndome al margen de la discusión acerca de las verdaderas consecuencias de sus investigaciones, lo cierto es que Superficiales resulta muy interesante e (in)formativo desde la primera página, en la que la referencia al aforismo de McLuhan de los años sesenta (“el medio es el mensaje”) subyace como hilo conductor de todo el libro. Carr habla de 4 categorías de tecnologías, en función de cómo nos permiten (como ser humano) potenciar nuestras capacidades: físicas, sensoriales, compensatorias de necesidades e intelectuales. Son estas últimas de las que se ocupa, mediante ejemplos históricos, que van desde la invención de la escritura, la imprenta, la máquina de escribir (pasando por Nietzche) y el programa de ordenador ELIZA hasta Internet, así como de multitud de experimentos (no conducidos por él mismo) – y sí, la muestra siempre puede ser cuestionada como no representativa para apoyar sus conclusiones.

¿Y dónde pretende llegar? A la desmitificación del paralelismo entre la “programación” del cerebro  y la de un ordenador, al que parecemos abocados: en el pasado, nuestra mente se asemejaba a un reloj; ahora funciona con circuitos. La asociación de la mente humana a una máquina roza la desnaturalización –y, siempre según Carr, Google representa el paradigma de esta línea de pensamiento (y la mano invisible que nos está reprogramando).

Ahora bien, nos guste o no, lo cierto es que desde el momento en que estamos conectados (y, hay que admitir que siempre estamos conectados) vivimos en este ecosistema de tecnologías de la interrupción (en palabras de Doctorow). En su libro, como en un ejercicio de neurociencia, Carr describe el impacto (¿negativo?) que generan estas interrupciones  en la producción de recuerdos y, sobre todo, en la transición de la generación de memoria de corto a largo plazo –siguiendo una analogía informática, la memoria de corto (que funciona como buffer) se satura con tanta información a procesar, dificultando su liberación y traspaso a la memoria de largo. Y ello conduce a la superficialidad que figura en el título del libro, puesto que el propio ecosistema fomenta un “picoteo” multifunción, más que la atención en profundidad a una única tarea.

No obstante, para todo ejemplo existe un contraejemplo y el propio New York Times en su crítica del ensayo aludía ya a estudios acerca de los beneficios mentales de Internet, en este caso, de jugadores online y su capacidad de concentración, así como la contribución de las búsquedas en Google al aumento de la actividad cerebral en la misma zona donde reside el talento asociado a actividades como el análisis o la atención selectiva –argumentos que, por otra parte, no impidieron que Carr alcanzara la lista de libros más vendidos y que fuera finalista del premio Pulitzer en 2011.

Una vez terminado el libro, te quedas con la sensación de haber vivido una clase magistral de historia de la tecnología (y estar mejor preparado para ganar al trivial), pero con un toque de nostalgia –aunque ni siquiera el propio Carr se queda anclado en ese pasado que narra, ya que él mismo confiesa no poder evitar conectarse y seguir navegando tras el ejercicio de Superficiales. Por mucho que nos esforcemos (¿y quién lo hace?), no hay marcha atrás –tampoco en el mundo de los “amish”. Hasta se podría argumentar que la ola tecnológica que describe Carr llegó hace tiempo a la playa (no es tan descabellado, puesto que el libro se publicó hace 2 años) y que deberíamos estar mirando hacia la siguiente.

Es precisamente esta mirada hacia el futuro lo que más he echado de menos: más allá de la descripción cronológica y la crítica actual, en ningún momento propone Carr alternativas concretas para afrontar/resolver la problemática esgrimida. A lo mejor es su forma de admitir que no existen, pero entonces ¿por qué no añadir un capítulo final para explicar cómo el marketing de las empresas del siglo XXI debería adaptarse a este nuevo perfil de consumidor –al estilo de Forrester?

Después de todo, en la aldea global de McLuhan las mentes están ya reprogramadas y quizás no importe tanto la reflexión sobre cómo ha cambiado nuestro cerebro, sino el cómo nos vamos a relacionar a partir de ahora. “Pienso, luego existo” sigue siendo un aforismo válido, aunque la forma de pensar sea diferente.

A lo mejor Carr está ya trabajando en ello…


Notarás  que este artículo no contiene ningún hipervínculo en el cuerpo del texto ni negrita, es una concesión a Carr. Aunque se pierde un valor importante, queda como prueba para que cada cual pueda comprobar su propio nivel de distracción y obre en consecuencia.

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