El mecanismo de los relojes automáticos funciona sin necesidad de darlos cuerda gracias a un malabarismo de la técnica.
Los relojes automáticos no se paran. No dependen de la duración de una batería ni necesitan que se les dé cuerda. Cuando todos los dispositivos punteros que existen hoy en día están hambrientos de energía, su mecanismo constituye un pequeño prodigio técnico que los hace funcionar de forma constante. Basta un apretón de manos, unos aspavientos o el simple balanceo del brazo del portador para perpetuar el reposado tic-tac de las manecillas.
El primer mecanismo que se daba cuerda a sí mismo, sin necesidad de intervención manual, se remonta a finales del siglo XVIII. En pleno Siglo de las Luces y con la Revolución Industrial en ciernes, el relojero suizo Abraham-Louis Perrelet creó el primer reloj de bolsillo de este estilo. La Sociedad de las Artes de Ginebra certificó en 1777 que con 15 minutos andando se le daba toda la cuerda posible al reloj.
A partir de ahí los relojes automáticos se colaron en el bolsillo de ciertos usuarios pudientes. Más tarde, ya después de la Primera Guerra Mundial, llegarían a nuestras muñecas. Siempre han estado considerados como un objeto exclusivo, pese a que no cuentan con la misma precisión que los relojes de cuarzo. Y aunque estos ahora son capaces de aguantar años con una misma pila, el ingenio que permite dar cuerda automáticamente sigue teniendo valor.
El funcionamiento de los relojes automáticos está basado en su resorte motor, que permite almacenar energía cuando se enrolla y transmitirla al expandirse. Este mecanismo es al que se le da cuerda manualmente a través de una coronilla, situada en la parte exterior del reloj. Pero en los automáticos el resorte se activa a través de un sistema compuesto por un rotor con una masa oscilante y un trinquete.
El rotor, un dispositivo que gira gracias a un eje al que se acopla un juego de bobinas, se desequilibra con el movimiento del portador del reloj, debido a la masa oscilante. Como consecuencia el rotor pivota hacia un lado, dando cuerda al mecanismo. Para que cuando la oscilación cambie de sentido no se pierda la cuerda que se ha dado hay un trinquete. Esta pieza mecánica permite que un engranaje gire hacia un lado, pero bloquea el movimiento hacia el otro.
Los relojes automáticos mantienen su funcionamiento durante más de un día sin moverlos, con lo que no hay problema en dejarlos parados en la mesilla de noche al irse a la cama. Y no necesitan de una gran actividad corporal para estar al máximo de su reserva. Todo ello mediante un ingenio mecánico con más de 200 años de historia.
Imágenes: kordas.zoltan, Wikipedia, II