Tiempos de cambio nos invitan a plantearnos una nueva visión de la persona como protagonista de su vida, iniciando una forma muy distinta de entenderla, de entendernos.
Hablamos de poner a la persona en el centro pero seguimos tratando con frecuencia a las personas en centros. Cuando la persona acude a un centro, el centro no es la persona, sino el propio centro. La organización de horarios, de servicios, del personal, las normas de funcionamiento, los convenios laborales, etc. Todo está organizado más en función de los criterios y las necesidades de otros que de la persona, que se encuentra en clara desventaja para hacer valer sus derechos y sus necesidades frente a la organización institucional.
Quizás todos estamos muy institucionalizados, y el problema no proviene solamente de desinstitucionalizar a las personas que durante años han estado dependiendo de una organización y de servicios poco compatibles con la vida en la comunidad. Los profesionales, las entidades, tenemos que superar la institucionalización en la que nos hemos desenvuelto durante años.
El cambio de paradigma supone evitar que las personas vengan a centros de diferentes, para ser las organizaciones, los profesionales, quienes vayamos a apoyar a la persona donde se encuentra: en la comunidad, en los barrios, los colegios, los centros formativo-laborales, las empresas… Nadie nos ha formado para ello, para acompañar a la persona en la comunidad, siendo su apoyo para ejercer sus derechos de ciudadanía, para eliminar las barreras del entorno, para garantizar la igualdad de oportunidades, para ser garantes del respeto a la propia imagen, “a ser yo mismo, sin necesidad de normalizarme, para ser aceptado”.
Antes teníamos un planteamiento muy simple: unas personas eran normales y por ello acudían a centros donde van las personas normales, y otros, los no normales, tenían que acudir a centros especializados, porque eran personas diferentes. Por suerte hoy comenzamos a entender que la normalidad es un constructo que hemos elaborado para simplificar un fenómeno que en la naturaleza humana es mucho más complejo, más variado y con una extraordinaria riqueza. Estamos comprendiendo que la naturaleza humana se manifiesta en la diversidad, porque todas las personas somos diferentes. A medida que la genómica nos permite avanzar en el conocimiento, descubrimos que no existe ninguna persona que responda a parámetros genéticos de normalidad. Todas las personas tenemos alteraciones genéticas que van a determinar nuestra propensión a padecer unas enfermedades u otras. Nadie es genéticamente normal. Luego la normalidad no existe en nuestra naturaleza genética.
También descubrimos que no existe un genoma igual a otro. Todas las personas tenemos nuestro propio código genético particular, irrepetible. Lo que nos hace diferentes, no solamente a los siete mil millones que habitamos el planeta, sino a los miles de millones de antepasados que han poblado la Tierra durante miles y miles de años. Nadie ha sido igual que tú. Y con toda probabilidad tampoco en el futuro existirá nadie igual que cualquiera de nosotros. Somos seres únicos en la historia de la humanidad. Cada persona es una historia irrepetible.
Sobre la diversidad humana y la singularidad de cada persona se asienta el cambio paradigmático que tenemos que producir. Porque ya no se trata de atender a personas que son diferentes a nosotros. Se trata de descubrir a cada persona en su singularidad, y desde ahí construir proyectos en su vida, respetando su voluntad y promoviendo que sea ella la protagonista de su vida. Siempre.
Ya no se trata de atender a “discapacitados”, sino de apoyar, descubriendo a cada persona con todas sus capacidades, descubriendo las que siempre tenemos, mayores que las limitaciones. No se trata de agrupar a las personas con similares discapacidades como si por tener parálisis cerebral, o síndrome de Down, fuéramos iguales. Las diferencias entre las personas son enormes, y tener un mismo trastorno, una misma enfermedad no nos hace similares.
Para ello, precisamos aprender a escuchar. Practicar la escucha es el punto de partida para que hagamos, no lo que nos parece que es bueno para la persona, sino lo que la persona quiere hacer con su vida, dejando también de ser pacientes, para ser protagonistas de nuestra existencia. Porque el término paciente oculta una realidad olvidada: la persona, como portadora de derechos, capacidades, sentimientos…
La persona es la gran protagonista de su vida, quien debe tener la autonomía para tomar las decisiones que le corresponden como dueña de su existencia. Decisiones que no siempre van a coincidir con el criterio familiar o profesional. El derecho a equivocarse asiste a todas las personas. Aprendemos de nuestros aciertos y también sobre todo de los errores. Es imposible que aprendamos a manejarnos en la vida sobre la experiencia de otros, sobre las indicaciones que nos dan. Necesitamos de la propia experiencia para adquirir las habilidades sociales, las destrezas personales para sortear los retos de la vida. Nadie aprende a conducir sin tener la oportunidad de coger el volante. El profesor estará sentado a nuestro lado, prestándonos apoyo, pero el vehículo lo llevamos nosotros. En la vida ocurre lo mismo. Sin experiencia propia no hay autonomía posible.
Tradicionalmente hemos hecho otros lo que nos ha parecido que era bueno para la persona. Hemos estudiado para ello, para conocer lo que le ocurre, para intervenir adecuadamente. Hoy hemos comprendido que nuestros conocimientos deben estar al servicio de la persona, para practicar un adecuado acompañamiento, para estar con ella, pero sin dirigir su vida, sin usurpar su derecho a decidir, sino aportando la información, la formación y los criterios que nos parecen importantes. Al final, es la persona quien decide, no los familiares ni los profesionales ni las instituciones.
Nadie nos ha preparado para los grandes retos que debemos afrontar en la vida. La enfermedad crónica supone un gran impacto en la persona, que cambia a veces completamente su existencia. Por eso debemos proteger la cronicidad como en su momento lo hicimos con la discapacidad, con la situación de dependencia. La cronicidad requiere de una Ley que proteja el derecho a recibir toda la información necesaria, a tener una formación que nos prepare como personas expertas en el manejo de nuestra enfermedad en la vida cotidiana, que proteja nuestra imagen, para poder evitar la estigmatización sobre algunas enfermedades, para evitar la pobreza que viene asociada a tantas situaciones, para evitar la pérdida del empleo por las continuas bajas, creando la figura de incapacidad laboral por cronicidad. Necesitamos con urgencia un marco jurídico que contemple las situaciones protegibles cuando la vida nos plantea convivir a diario con las consecuencias de una enfermedad que no tiene cura. Produciríamos con esta Ley de protección de la persona en situación de cronicidad un avance social sin precedentes en millones de personas.
Un Futuro Singular debe asentarse sobre la diversidad de la que formamos parte, superando la normalidad, lo estándar, pero también sobre la singularidad que caracteriza al ser humano. Sobre todo ha de poner a la persona en primer plano, con todas sus capacidades, ejerciendo derechos de ciudadanía en la comunidad, tomando sus propias decisiones, siendo en definitiva protagonista de su existencia.
Todas las personas vamos a conocer la discapacidad o la enfermedad crónica en algún momento de nuestra vida. Se trata de preparar a la sociedad para que cuando tengamos que convivir con mayores limitaciones personales, las barreras físicas, las psicológicas, la mirada del otro, no se conviertan en impedimentos para seguir siendo nosotros mismos, la misma persona que éramos.