Una de las frases más célebres del que fuera entrenador del Real Madrid a finales de los años setenta, Vujadin Boskov, ilustra un hecho tan incuestionable como este: “el fútbol es impredecible porque todos los partidos empiezan 0-0”. Desde esta evidencia, siglo y medio después de que en Inglaterra se establecieran las primeras bases y reglamentos del deporte que hoy acumula más pasiones y dinero en el mundo, se impone la máxima de mejor no tocar aquello que funciona. El debate abierto sobre la incorporación del VAR (Vídeo Assistant Referee) es un claro ejemplo de la histórica resistencia a la entrada de las nuevas tecnologías en los terrenos de juego.
Como ya se hizo en otras competiciones – el Mundial de Clubes fue una de ellas –, en la Copa Confederaciones Rusia 2017 se ha parado el juego en momentos puntuales y se ha recurrido al vídeo para comprobar si la decisión del árbitro principal era o no acertada. Miguel Scime, instructor de FIFA, defiende este sistema, aunque asume también las críticas que genera.
El invento parece sencillo, pero provoca reacciones encontradas en los aficionados. Al árbitro se le avisa por el pinganillo de su posible error y este tiene dos opciones: seguir en sus trece o aceptar que el vídeo en el que se ha grabado la jugada – penalti, gol en fuera de juego o entrada merecedora de tarjeta – diga la última palabra.
¿Qué problema existe para que un sistema que ya se utiliza en otros deportes – baloncesto, fútbol americano o tenis – haga justicia y corrija los errores de los árbitros? Pues, si nos atenemos a las voces mayoritarias de los detractores, los inconvenientes fundamentales son dos: el tiempo que hay que esperar con el juego parado hasta que se revisan las imágenes, sin que el aficionado sepa muy bien lo que está pasando, y que la revisión de las decisiones del árbitro dejan sin argumentos a quienes disfrutan con las polémicas o exhiben especial interés en decirle de todo, menos bonito, al juez de la contienda.
Todo es mejorable. Y nadie cuestiona la sana intención de poner la tecnología al servicio del juego limpio. Sin embargo, el fútbol tiene ingredientes pasionales que se retroalimentan con las polémicas, los robos arbitrales y las injusticias que supuestamente benefician a los grandes… El nuevo presidente de la FIFA, Gianni Infantino, ha postergado hasta marzo del próximo año la decisión de incorporar definitivamente el videoarbitraje a las competiciones oficiales. Entre los partidarios, todavía en minoría, el principal argumento que se esgrime es el de garantizar un resultado justo al final de cada partido.
Claro que el fútbol tampoco sería lo mismo sin “la mano de Dios” – “yo no la toqué, fue la mano de Dios”, apostilló Diego Armando Maradona en el famoso partido contra Inglaterra -, sin los goles fantasma que se dieron por válidos en distintos mundiales y, si me apuran, tampoco habría sido posible la séptima Copa de Europa del Real o la remontada del Barcelona frente al PSG, en el Nou Camp.
“El arbitraje asistido por vídeo es el futuro del fútbol moderno”, señala Infantino. Sin embargo, a la vista de las reacciones y opiniones contrarias, prefiere no marcarse plazos. Para empezar, los jugadores y aficionados del equipo al que se le anula un gol, después de haberse dado por válido, sufren una decepción.
La moral del equipo acusa las consecuencias y sus seguidores, después de esperar un minuto o dos para conocer la decisión definitiva, también pueden venirse abajo. Tras la euforia y la celebración del gol, como vimos en un reciente amistoso Francia-España, todos expectantes esperando en qué queda la cosa. También se rompe el ritmo del partido y la tradición, con historias que pasan de generación en generación, y que animan las tertulias con amigos.
El VAR castiga a los tramposos, hace justicia, pero deja fuera de juego a los hooligans, a los que viven con mayor apasionamiento los encuentros de fútbol. Claro que, si este sistema de ayuda arbitral hubiera existido muchos años antes, se habrían evitado grandes disgustos y algunos enfrentamientos internacionales, como el del año 1969 con la “guerra del fútbol” entre El Salvador y Honduras.