implantes cerebrales

La cara B de los implantes cerebrales en humanos: las cuestiones éticas aún por resolver

Era inevitable que el anuncio de Neuralink provocara cierto revuelo. Cuando Elon Musk dijo públicamente que su compañía había introducido por primera vez en una persona uno de sus implantes cerebrales, el debate se inundó de posturas encontradas. El primer objetivo de la startup es ayudar a tratar a gente con problemas neurológicos y discapacidades físicas.

Hasta aquí todo son beneficios objetivos. La segunda parte es la que suscita preocupación. Musk ha señalado en alguna ocasión que su meta con Neuralink es lograr una “simbiosis” de los humanos con la inteligencia artificial. El cofundador de la compañía habla a futuro, pero ante sus palabras es difícil pasar por alto esta posibilidad. Si bien, por ahora los proyectos que existen de este tipo están vinculados al campo médico.

El sector de los BCI (brain computer interface) lleva tiempo en experimentación, aunque la mayoría de iniciativas se dan en ensayos de laboratorio. Sin embargo, a lo largo de los últimos años cada vez hay más startups en este ámbito. El hecho de que Neuralink tenga como difusor a Elon Musk, una figura prominente, ayuda a encender el debate y a visibilizar las cuestiones éticas que suscitan estos implantes cerebrales.

Tecnología de registro cerebral

El caso de Neuralink, que Musk cofundó junto a otras siete personas en 2016, es llamativo. Su propuesta pretende incorporar al cerebro humano un dispositivo compuesto de 16.000 electrodos. Aunque la primera versión del implante solo tendrá 1.024 electrodos. Sin embargo, la tecnología no es nueva.

Las BCI básicamente consisten en el registro de la actividad neuronal asociada a una función, como por ejemplo el habla o la atención. A partir de estas señales, interpretan o descodifican qué significa esa actividad, con el fin de aplicarla para controlar un dispositivo externo. La utilidad de esta tecnología, por tanto, puede ser altamente beneficiosa.

Aprendizaje médico con Estimulación eléctrica cerebral

Según datos de la UNESCO, a nivel global hay 1 de cada 8 personas que vive con un trastorno neurológico o mental. A nivel económico también hay motivos para impulsar la investigación de las BCIs. En 2014, los gastos de salud relacionados con enfermedades del sistema nervioso, de tipo neurológico o mental, se estimaron en 800.000 millones de euros. También se prevé que el Alzheimer necesite una inversión de dos billones (en español, no en inglés) de euros en 2030 a nivel mundial. Otras patologías, como la esclerosis múltiple o las migrañas, así como los accidentes cerebro-vasculares se encuadran dentro de las afecciones que podrían tratarse con BCIs.

Algunas consideraciones éticas sobre implantes cerebrales

En 2022 un neurocirujano de la Universidad de California San Francisco implantó un dispositivo con 250 electrodos en la superficie del cerebro de una paciente que había perdido casi toda la movilidad, así como la capacidad de hablar. Estas habían sido las consecuencias de un accidente cerebrovascular, que se quiso paliar con la iniciativa BCI. El implante se llevó a cabo sobre las áreas del cerebro que controlaban el cuerpo, el rostro y la laringe. Gracias a los dispositivos, cuando la paciente pensaba en verbalizar ciertas palabras se registraba la actividad neuronal. La información, combinada con aprendizaje automático, determina los patrones de actividad correspondientes a cada palabra y a los movimientos faciales que se producirían si la paciente pudiera hablar. Con ello, desde una pantalla se despliega un avatar vocaliza lo que la paciente quiere decir.

Este caso ilustra los beneficios que puede reportar la investigación en el campo de los BCI. Por eso resulta positivo que entre 2014 y 2021, la inversión en empresas de neurotecnología se ha incrementado en un 700%, alcanzando los 33.200 millones de dólares. Con datos de la UNESCO, de un total de 1.400 compañías de este tipo, el 50% tienen sede en Estados Unidos y el 35%, en Europa. Sin embargo, el desarrollo de este tipo de implantes toca diversas áreas sensibles. En un artículo de la revista científica Nanoethics se hablaba de tres tipos de fricciones plausibles ante los implantes cerebrales.

cirugía

En primer lugar habría que tener en cuenta qué problemas podrían tener este tipo de dispositivos a la hora de hacer ensayos clínicos dentro del marco regulatorio actual. Lo segundo serían los riesgos derivados de la aplicación de estos dispositivos a nivel general. Pero también existe un tercer aspecto a tener en cuenta: la perspectiva de una mejora de las capacidades humanas.

Lidiar con el registro de la actividad neuronal

Más allá de las cuestiones legales, hay que tener en cuenta que los BCIs constituyen una tecnología intrusiva. Se trata de registrar una actividad neuronal que dice mucho de una persona. De ahí que ya se empiece a hablar de “neuroderechos”. Si hemos aprendido a preservar nuestra privacidad con los servicios digitales, también querremos hacerlo ante esta tecnología. Al fin y al cabo, se trata de salvaguardar la privacidad de nuestro comportamiento neuronal.

Uno de los aspectos espinosos sería el uso de los datos obtenidos con fines de marketing y publicidad. La propia UNESCO apuntaba la posibilidad de que algunas empresas empleen la información procedente de los implantes cerebrales para influir en el comportamiento de sus clientes y aumentar sus beneficios. En este terreno también surgen asuntos preocupantes relacionados con la vigilancia o la influencia política. Más aún, la seguridad de estos dispositivos debería estar plenamente garantizada. El objetivo aquí es proteger a los pacientes de las interferencias ilegítimas.

Como en otras áreas tecnológicas, los límites los ponen los derechos y las libertades fundamentales. Esto se plantea de forma más contundente, si cabe, con la posibilidad de integrar la IA en los dispositivos. Aquí los problemas empiezan por la identidad personal. La inteligencia artificial podría ayudar a tomar decisiones, como de hecho hace ahora. Pero al tener un componente tan intrusivo los BCIs, resulta cuestionable el nivel de control que podría perder una persona que tomara decisiones apoyada en uno de estos dispositivos con IA.

Otras consideraciones tienen que ver con la forma en que el despliegue de esta tecnología potenciaría las desigualdades sociales. Por su naturaleza y su coste, este tipo de dispositivos estarían reservados a las personas con más recursos económicos.

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