El televisor permanece encendido, sin que ningún miembro de la familia le preste apenas atención. Desde hace algún tiempo ha dejado de ser objeto de deseo. Su protagonismo se ha diluido y todas las miradas se concentran ahora en diminutas pantallas y en el teclado de unos pequeños artilugios llamados smartphone. Las nuevas tecnologías invaden la vida familiar y nos someten a un debate donde los límites los marca el riesgo de la adicción.
La imagen de la madre arrastrando al niño a la calle, para que juegue en el parque al “pilla-pilla” o corra detrás de un balón, nos hubiera parecido increíble a los niños de mi generación. Lo normal es que las madres nos arrastraran, pero en dirección contraria. El problema no radicaba en salir de casa, sino en lo mucho que nos costaba entra en ella. Estábamos deseando terminar los deberes para salir corriendo.
Los cambios sociales y los avances tecnológicos han aportado mayor conocimiento a nuestras vidas, pero están convirtiéndonos en individuos sedentarios. Y también más dependientes de esas nuevas tecnologías. Las redes sociales todavía no han desplazado a los sistemas de comunicación tradicional, pero cada vez invaden más territorios y más horas de nuestro tiempo en el día a día.
Con las lógicas precauciones que exigen muchas de las encuestas y estudios demoscópicos que se realizan sobre los comportamientos humanos, está claro que las adiciones a las nuevas propuestas tecnológicas y a las redes sociales también existen. Es más, algunos expertos las cuantifican. Según apunta una de esas encuestas, un 21% de los jóvenes está en riesgo de adicción a las nuevas tecnologías.
La dependencia, que no la adicción, puede apreciarse claramente a través de la mera y simple observación. Basta con mirar alrededor tuyo – en el salón de tu casa, en el bar o en el autobús – para percatarte de esta realidad: una mayoría de las cabezas inclinadas sobre las pequeñas pantallas, ajenas a los cambios de canal, a los movimientos de los camareros o a las personas que entran y salen por la puerta. El porcentaje de “dependientes” es inversamente proporcional a la edad de los usuarios, como si se produjera un punto de inflexión entre los millennials y los nacidos en la era analógica.
Todos somos, en mayor o menor grado, dependientes del móvil y de los mensajes instantáneos… Algunos – los menos, pero el número sigue creciendo – sienten especial debilidad por las redes sociales. Lo que ya no es tan fácil de precisar es si eso les hace más o menos felices, más o menos solitarios o potenciales enfermos de ansiedad y depresiones varias. Los nuevos sistemas de comunicación proyectan, según algunos expertos, una vida irreal que no se corresponde con la que nos espera cada mañana al salir de casa.
Al final, todo depende del uso que se haga de estas redes sociales. Según un reciente estudio realizado por The Happiness Research Institute, las personas que dejaron de utilizar Facebook durante una semana se sentían más felices y menos preocupadas que aquellas a las que se mantenía conectadas. Entre quienes abandonaron Twitter durante una temporada, se produce – al menos así lo explica uno de ellos – una sensación parecida a la de quienes dejan de fumar y comienzan a comer sano y a hacer deporte. Si nos fiamos de otro estudio, en este caso de la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro personas sufre trastornos de conducta relacionados con supuestas adicciones a las nuevas tecnologías.
Podría afirmarse que el uso de las redes y de los nuevos sistemas de comunicación online resta tiempo al ocio, a las relaciones humanas y a las tertulias de sobremesa, pero como lo resta también otro tipo de “dependencias” aparentemente saludables y que nada tienen que ver con la era digital. Los síntomas de las diferentes adicciones a las nuevas tecnologías, sin entrar en mayores detalles, lo resume un estudio psicológico de reciente publicación: “el adicto a Internet presenta humor variable, ansiedad, impaciencia por la lentitud de las conexiones, estado de conciencia alterado, irritabilidad en caso de irrupción, incapacidad para salirse de la pantalla y privación del sueño”. Y todo eso se apostilla con el siguiente diagnóstico: “fatiga, debilidad y deterioro de la salud”.
Crece el miedo a salir de casa sin el móvil, quizás porque lo consultamos una media de 34 veces al día, se repiten los trastornos de ansiedad, pero lo más preocupante, sin lugar a dudas, es el temor a pisar la calle y la incapacidad para entablar relaciones con otras personas. Hasta el punto de que en Japón han dado la voz de alarma por las cifras alarmantes de caída de la natalidad. La virginidad adorna a demasiadas mujeres que ya han cumplido los cuarenta años.
Se multiplican los estudios sobre las adicciones tecnológicas y se apuntan nuevos efectos dañinos y perniciosos para aquellos que no logran desconectarse de la Red. Lógico.
Al fin y al cabo, sin las debidas precauciones, la tecnología puede convertirse en un dolor de cabeza.