Cuando se habla de patentes, algunos investigadores se remontan a los siglos XVI y XVII para situar su origen en las conocidas como «cédulas de privilegio«, que otorgaba el rey a favor de los autores de una invención. La primera fue concedida en 1522 al catalán Guillén Cabier por un instrumento de navegación, y la segunda al burgalés Hernán Pene, en 1527, por una herramienta complementaria para hornos, que conseguía ahorrar leña durante el proceso de fabricación de azúcar.
Sea cual sea su origen, lo cierto es que un estudio a la historia de las patentes nos conduce a un recorrido asombroso por el mundo de las invenciones. Y aunque no todos los inventores protegieron sus trabajos, hoy podemos hacer un recorrido de algunas de las patentes más importantes de la Historia. Como se suele decir, no están todas las que son, pero sí son todas las que están:
La bombilla no fue cosa de Edison
Aunque erróneamente se suele atribuir el invento de la bombilla incandescente a Edison, lo cierto es que fue Warren de la Rue el que, basándose en una idea anterior de Humphry Davy, colocó un filamento de platino (por él haría pasar electricidad) en el interior de un tubo de vacío. Al arder el filamento, consiguió emitir luz y calor, pero debido a la casi inexistencia de gas dentro del tubo, el filamento pudo calentarse lo suficiente como para iluminar sin llegar a quemarse.
Esto ocurriría en 1940, pero tuvieron que pasar treinta y cinco años hasta que Henry Woodward y Matthew Evans patentaran una variación de la idea de Warren de la Rue en Canadá, con las mejoras que a lo largo del tiempo se habían ido haciendo sobre el trabajo original. Cuatro años más tarde, Edison compró su patente, ya que los inventores canadienses no habían tenido recursos para llevarla al mercado. Sería el norteamericano el que comenzaría con su comercialización, casi cuarenta años después de que la invención de la primera bombilla tuviera lugar.
El inventor del teléfono fue reconocido 200 años después
En 2002, el Congreso de los Estados Unidos hacía oficial una declaración por la que se reconocía el trabajo de Antonio Meucci. Cuando alguien piensa en la invención del teléfono, a menudo la figura de Alexander Graham Bell viene a nuestra cabeza. Sin embargo, no fue el estadounidense sino el ingeniero italiano el que realizó el primer prototipo de comunicación a través de un dispositivo telefónico.
Meucci vivía en Staten Island, un distrito de Nueva York, y allí trabajaba en un proyecto que había comenzado inicialmente en Cuba, antes de emigrar a los Estados Unidos. En su casa fue capaz de inventar un dispositivo para comunicarse entre la planta baja y el primer piso de su vivienda, y logró ampliar dicho rango cuando su esposa cayó enferma, haciendo que aquel teléfono primitivo funcionara desde su laboratorio a la habitación de su mujer, situada en el segundo piso de la vivienda.
El principal problema al que se enfrentó Meucci fue su escasez de recursos y el no dominar el inglés ni el mundo norteamericano de los negocios. Aunque consiguió proteger parcialmente su invención en 1871 (sin costear sin embargo la solicitud completa de la patente del teléfono), no pudo renovar dicho documento a partir de 1874. Sería dos años más tarde cuando Bell consiguiera patentar la vía de comunicación telefónica ideada por Meucci. El primero conocía el prototipo del italiano porque este guardaba sus materiales en el laboratorio donde el norteamericano trabajaba habitualmente.
Aunque la patente de Bell caducó en 1893, y en 1887 ya se intentó anular por primera vez por fraude, en los anales de la Historia quedaría grabado el nombre del norteamericano, y no de Meucci, como el «inventor del teléfono».
La penicilina nunca fue patentada (o lo fue muchas veces)
Desde que Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928, en uno de los descubrimientos por serendipia más conocidos, hasta que este fármaco pudo ser comercializado (en plena II Guerra Mundial), pasaron casi catorce años. Hay quien relaciona por error la carencia de una patente inicial con el largo período que pasó entre que fue descubierta y se utilizó en clínica, por una parte, y por otra, en lo rápida que fue su comercialización (aun estando en plena guerra).
La penicilina en sus inicios no fue patentada, ya que el trabajo del británico Fleming no supuso más que el conocimiento de que existía una sustancia producida por un moho que hacía que las bacterias no crecieran. Sin embargo, no sería hasta que Florey y Chain investigaran en profundidad su estructura, purificación y aplicación clínica en ratones y seres humanos, cuando la penicilina tuviera el suficiente potencial para ser explotada comercialmente.
La ausencia de patente es fácil de entender en este caso. En primer lugar, Fleming no disponía de la suficiente información descriptiva como para proteger su invención. Por otra, cuando Florey y Chain realizaron sus trabajos, su producción industrial y explotación comercial no necesitaba de una patente, sino que vino de la mano del apoyo de los países aliados durante la II Guerra Mundial. En ese sentido, una vez que se supo cómo realizar los procesos de fermentación para producir la penicilina (trabajo que se realizó principalmente en Estados Unidos), varias compañías farmacéuticas se lanzaron a fabricarla, ya que existía un acuerdo con las fuerzas aliadas para que estas compraran los 425 millones de unidades producidas en el plan inicial de distribución de 1943.
Y aunque la penicilina fuera una de las herramientas por las que los aliados ganaron la II Guerra Mundial, es falso que no fuera patentada. A las patentes para su producción, solicitadas y obtenidas por empresas como los Laboratorios Schenley o Merck, se une la prolífica actividad inventiva que ha habido con posterioridad a su descubrimiento en el viejo laboratorio londinense de Fleming. Una búsqueda simple en la Oficina Europea de Patentes (EPO) arroja más de cinco mil resultados relacionados con patentes y penicilina. Un fármaco que no sólo ayudó a ganar una guerra, sino que marcó un antes y un después en la historia de la propiedad industrial.
Imágenes | Archivo Oficial de Canadá, Museo de Historia de Carolina del Norte, Flickr