Una retrospectiva sobre el lenguaje técnico y científico en nuestro país y cómo han afrontado el tema diversos autores.
“La vida no se divide ya en literaria y técnica. Quiérase o no, somos ya todos técnicos. El poeta más puro o el filósofo que vive en pura abstracción están necesariamente contaminados cada una de las horas del día con las ciencias y con su lenguaje, por la sencilla razón de que todos lo necesitan.”
Gregorio Marañón
La cita anterior data de 1956 y ya entonces expresa la necesidad de que el lenguaje recoja, o acoja en su seno, la terminología de la ciencia y de la técnica. ¿Qué habríamos de decir entonces nosotros, inmersos como estamos en una revolución tecnológica radical, oyendo hablar de nanotecnología, de la realidad aumentada, del Big Data, de las Smart Cities, del Internet de las cosas…?
La lengua franca de la tecnología es el inglés, quizá porque el mundo anglosajón siempre ha ido a la cabeza en cuanto al avance científico y el desarrollo de aplicaciones tecnológicas. No obstante, urge adecuar al español la terminología técnica de otras lenguas, a pesar de que surge la pregunta sobre qué términos deben ser incorporados al lenguaje común y cuáles deben quedar relegados a la terminología específica de una disciplina técnica o científica. El problema es que lo que hoy es propio de un saber culto o especializado puede tardar pocos años en incorporarse a la lengua vulgar. Cada vez es menor el periodo transcurrido entre el descubrimiento científico básico y sus aplicaciones tecnológicas que se extienden rápidamente por la sociedad.
Sirva como ejemplo de lo anterior el término relativo a técnicas de presentación de información, como es la infografía, o los que aluden a nuevos medicamentos —beta-bloqueantes, inmunoglobulinas, modificadores de los canales de calcio o antibióticos de desarrollo reciente—. También son representativos de este caso los asociados a la tecnología médica: la colonoscopia, la resonancia magnética, el TAC (tomografía axial computarizada), la angioplastia o la bomba de cobalto—, o de las enfermedades al uso —melanoma, aterosclerosis o poliposis colorrectal—, o incluso, aquellas de etiología más reciente como las enfermedades por priones tal como la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, vulgarmente conocida como «enfermedad de las vacas locas».
Fundación Telefónica ha abordado este tema en la publicación El español, lengua de comunicación científica una obra que se encuadra dentro del proyecto El valor económico del español. Más allá de la problemática que presenta la ciencia, la tecnología en cualquiera de sus ramas contiene tantos nombres de artefactos, piezas y dispositivos, que resultaría literalmente imposible recogerlos todos en los diccionarios generalistas.
Pero España cuenta con una rica tradición en la elaboración de diccionarios técnicos y científicos más o menos especializados, y eso sí, muy sesgados en su contenido en función del criterio de su autor. Resulta curioso repasar los títulos de los más destacados:
- Breve compendio de la carpintería de lo blanco y tratado de alarifes (1633) de Diego López Arenas, alcaide alarife de Marchena.
- Compendio mathematico (1709-1715) de Tomás Vicente Tosca.
- Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1765-1783) de Esteban Terreros y Pando.
- Diccionario manual de las Bellas Artes, pintura, escultura, arquitectura, grabado (1788) de Francisco Martínez.
- Diccionario marítimo español (1831), del marino e historiador naval Martín Fernández de Navarrete.
- Los cuatro tomos del Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana (1786-1793), preparado por el filólogo y lexicógrafo jesuita Esteban de Terreros y Pando.
- Diccionario general de arquitectura e ingeniería (cinco tomos, 1877-1891) del ingeniero de Caminos Pelayo Clairac y Sáenz.
La publicación de obras sectoriales o parciales se sucede igualmente en el siglo XX, pero no se plantea la creación de un proyecto general de recopilación de términos científicos y tecnológicos hasta la propuesta de Leonardo Torres Quevedo en su discurso de entrada en la Real Academia Española, el 31 de octubre de 1920:
“Comprendimos que una de las principales tareas encomendadas a nuestra futura sociedad internacional había de ser la publicación de un Diccionario castellano tecnológico, empresa que ofrece no pocas dificultades”.
Las dificultades a las que alude Torres Quevedo se derivan del hecho que los neologismos técnicos no son creados por filólogos con base en raíces griegas y latinas, sino que nacen “en el campo, en el taller, en la fábrica, en el arsenal, en todas partes donde hay obreros”, o bien proceden de idiomas extranjeros al importar una determinada técnica o proceso. La propuesta formulada por el ingeniero cántabro desemboca en la obra Diccionario tecnológico hispanoamericano, cuyo primer fascículo aparece en 1926 como anticipo al primer tomo, de más de 500 páginas, que se publica en 1930. Supone importante precedente en el campo de la terminología técnocientífica en castellano.
Otro hito importante en la historia de la terminología técnica de nuestro país se produce también en la RAE, esta vez en 1946, en el discurso de entrada del ingeniero Esteban Terradas, cuyo elocuente título fue Neologismos, arcaísmos y sinónimos en plática de ingenieros. Una de las aportaciones más importantes del discurso de Terradas es la propuesta de que deben ser los propios profesionales del sector los que establezcan las voces procedentes del mundo de la tecnología, profesionales que además tengan conocimientos de las lenguas de las que proceden, “para no incurrir en traducciones defectuosas o excesivamente onomatopéyicas”.
Este ingeniero partía de la base de que gran parte de las novedades de la ciencia y la tecnología proceden de otros países, y que por ende, la terminología asociada nos llega en otras lenguas, algo que se sigue cumpliendo a grandes rasgos en la actualidad. Hasta aquí hemos realizado un esbozo del panorama histórico de la lexicografía técnica. No obstante, los autores del libro destacan las dificultades que surgen actualmente en el caso de las nuevas tecnologías, especialmente aquellas de uso masivo cuyo léxico es de utilización generalizada.
En estas situaciones la posibilidad de que un idioma traduzca las nuevas expresiones generadas en un marco lingüístico diferente es muy limitada. Quedan así perpetuadas expresiones que ya no pueden cambiarse al ser adoptadas y utilizadas rápidamente por la mayoría, y como expresan con tristeza los autores de la obra: “por ello tuitearemos sin remedio, cliquearemos en la pantalla del ordenador o resetearemos cuando el caso lo requiera”.