En la escuela aprendimos que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. El problema está en que, en el mundo real, no es exactamente así. Por carretera, la orografía influye en el trazado de las autopistas y demás vías de paso, de manera que la ruta a seguir no es del todo recta. Tampoco lo es un trayecto por barco y avión, en el que hay que tener en cuenta la climatología, el combustible disponible, la normativa internacional y demás factores técnicos y logísticos. Y si hablamos de viajes espaciales, ¿cómo ir de un punto a otro cuando todo está en constante movimiento? Aquí entran en juego una suerte de autopistas planetarias, como las rutas aéreas o marítimas, invisibles al ojo humano.
La navegación espacial es muy compleja. Por muchas razones. Cada nuevo viaje es distinto a los anteriores. Y pese a que la tecnología aeroespacial ha avanzado mucho, todavía hay que sortear muchos obstáculos. Viajar a la Luna, Marte o Júpiter no es tan simple como trazar una línea recta en un mapa y pedirle a una sonda o nave que siga la línea. Hay que tener presentes las órbitas de la Tierra y del planeta o satélite al que enviar dicha sonda. Es decir, que la distancia entre ambos puntos no siempre es la misma. En segundo lugar, en ese trayecto, pueden haber otros cuerpos celestes que alteren la trayectoria. La gravedad puede hacer que una sonda se vea atraída y se desvíe. Y esto puede ser malo o bueno. Según cómo juguemos con ella.
Científicos e ingenieros aeroespaciales emplean lo que se conoce como asistencia gravitacional. Una estrategia de navegación que aprovecha la gravedad de los planetas que hay en una ruta espacial. Así, en vez de malgastar el combustible de una sonda, nave o cohete, estos se impulsan con la gravedad para salir disparados hacia su destino. Es por ello que nunca veremos rutas rectas. En su lugar, las agencias espaciales se sirven de una suerte de autopistas planetarias en las que la gravedad es la clave.
Autopistas planetarias, gravedad y ahorro energético
Un reportaje de la Agencia SINC explica, largo y tendido, el porqué de planificar los viajes espaciales a partir de esta estrategia de asistencia gravitacional o gravitatoria. El motivo principal es que, con la tecnología actual, no podríamos llegar muy lejos. Hasta que encontremos una fuente de energía o un mecanismo que permita los viajes por el espacio al estilo de la ciencia ficción, tendremos que apoyarnos en lo que tenemos alrededor. Y en el espacio, la gravedad es una gran aliada.
El primero en darse cuenta de ello fue el matemático ruso Yuri Kondratyuk. Primero en un artículo de 1919, pero publicado en 1938. Y, más tarde, en un libro titulado La conquista de los espacios interplanetarios, que se publicó en 1929. Allí se documenta, por primera vez, cómo llegar a la Luna orbitando a su alrededor. Y también teoriza sobre emplear una trayectoria de tirachinas u honda gravitacional para acelerar una nave espacial. Lo que hoy se conoce como asistencia gravitatoria. Y en inglés, gravity assist o slingshot effect (efecto honda o tirachinas).
Así que en 1959 se emplea por primera vez esta técnica de autopistas planetarias para enviar al espacio la sonda soviética Luna 3. Que orbitará alrededor de la Luna y que fotografiará zonas nunca vistas de nuestro satélite natural. Y así ha sido desde entonces. La misión Mariner 10 de la NASA se impulsó con la gravedad de Venus para alcanzar Mercurio. Algo parecido hizo la Pioner 10, apoyándose en las fuerzas gravitatorias de Júpiter para ir más allá. Y la misión europea Cassini, lanzada al espacio en 1997 y que pasó por Venus y la Tierra, primero, y por Júpiter, después, hasta llegar a Saturno.
El último ejemplo conocido es el de Europa Clipper, cuya misión es llegar a Júpiter. O, mejor dicho, a su luna más conocida, Europa. Para ello, tras su lanzamiento en septiembre de 2024, empleará la gravedad de Marte y de la Tierra para llegar a su lejano destino en 2030. Un viaje espacial de más de 5 años y que recorrerá unos 2.900 millones de kilómetros.
Viajes espaciales y asistencias gravitatorias
Llegar lo más lejos posible con la tecnología actual no es tarea fácil. Y da más valor, si cabe, al trabajo que realizan en las agencias aeroespaciales. Todo debe salir bien. Y para ello, es necesario planificar bien cada misión, como hemos visto en Artemis, uno de los proyectos más ambiciosos de la NASA, en los últimos años, y que pese a los problemas que está encontrando está impulsando la colonización de la Luna en años venideros.
Volviendo al concepto de autopistas planetarias, para trazar las rutas a seguir en los viajes espaciales de sondas y cohetes no tripulados, la NASA cuenta desde hace años con un software especializado en optimizar las trayectorias. Su nombre es Copernicus, se empezó a utilizar en marzo de 2006, y fue desarrollado durante cinco años por la Universidad de Texas y el Centro Espacial Johnson. En su página oficial explican que “es capaz de resolver una amplia gama de problemas de trayectoria, como trayectorias centradas en planetas o lunas, trayectorias de puntos de libración, transferencias y recorridos planeta-luna, y todo tipo de misiones interplanetarias y de asteroides y cometas”.
Otro software que emplea la NASA es EMTG, acrónimo de Evolutionary Mission Trajectory Generator, es decir, Generador de trayectoria de misión evolutiva. Es de código abierto y puede descargarse desde su página web. “Busca automáticamente la secuencia óptima de sobrevuelos planetarios y maniobras propulsoras para maximizar la entrega de carga útil en un destino”. Por su parte, la Agencia Espacial Europea (ESA) dispone de su propio software, también de código abierto, llamado Space Trajectory Analysis (STA), Análisis de trayectoria espacial. Y también existe General Mission Analysis Tool (GMAT), creado por la NASA, de código abierto y que utilizan indistintamente ambas agencias.
Rutas en constante evolución
Decía al principio de este artículo que los viajes espaciales tienen una dificultad añadida: ir de un punto a otro, cuando ambos puntos están en movimiento. Esto dificulta todavía más el cálculo de los viajes espaciales a través de estas autopistas planetarias asistidas por la gravedad. Los ingenieros responsables deben gestionar las posiciones de cada planeta y/o satélite y la sonda o cohete de la misión. De manera que las rutas propuestas sean las correctas a años o décadas vista. Y toda esa información debe ser lo más certera posible para evitar contratiempos.
Con todo, aunque las rutas vienen planeadas desde años atrás, las sondas espaciales están en contacto con la Tierra mediante señales de radio. De esta manera es posible recibir información actualizada sobre el viaje y realizar cambios si es necesario. Incorporando actualizaciones de software y nuevos datos. Para que esta comunicación sea posible, tanto la NASA como la ESA europea tienen antenas de grandes dimensiones repartidas por todo el planeta.
La NASA tiene antenas en Madrid, Canberra (Australia) y Pasadena (Estados Unidos). Forman parte de la red internacional de antenas de radio conocida como Red del Espacio Profundo. En inglés, Deep Space Network. Y la ESA tiene antenas repartidas en lugares como Malargüe (Argentina), Cebreros (España) y New Norcia (Australia). Su centro de control está en Darmstadt (Alemania).
Como curiosidad, al estar los cuerpos celestes en constante movimiento, las misiones espaciales pueden tardar en llegar más o menos tiempo en función de la fecha de lanzamiento. Por ejemplo, la sonda Europa Clipper de la NASA, lanzada en septiembre de 2024, debería estar en la órbita de Júpiter en abril de 2030. Pero el robot explorador JUICE (Jupiter Icy Moons Explorer) de la ESA, lanzado al espacio en abril de 2023, no llegará a la órbita de Júpiter hasta julio de 2031. Casi un año después de diferencia.